viernes, 29 de enero de 2010

Orientalismo: pensemos al Oriente, pensemos nuestro mundo

Juan Antonio Yáñez

En la película Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, Wes Anderson, 2007), los hermanos Francis, Peter y Jack Whittman hacen un caótico viaje en tren por la India, cuando tras la muerte de su padre, el mayor de ellos considera que es hora de encontrar algo de espiritualidad. A manera de auto ironía, esta película recrea el peregrinar en Asia que muchos “occidentales” han hecho a lo largo de los siglos. Pero, realmente ¿hacia dónde van estos personajes?; ¿dónde quedan el “Oriente” y el “Occidente”? ¿En qué clase de mundo se encuentran estos sitios? Cuando hablamos o pensamos en el Oriente, recreamos una parte de nuestro mundo social. El “lejano Oriente” y el que está más cerca, son un punto de referencia en una geografía imaginaria la cual tiene una ideología detrás: el orientalismo.





Para el autor de origen palestino, Edward Said, el orientalismo tiene muchos rostros. Como ideología, deja ver huellas de la relación histórica que Francia y la Gran Bretaña tuvieron con la región que se extiende desde las tierras bíblicas hasta la India. Al mismo tiempo, el orientalismo es una relación compleja entre un Yo y una otredad, la cual que ha moldeado una forma de ver el mundo a partir de la política, las ciencias y las artes nacidas en Europa. De hecho, Said asegura que el orientalismo tiene menos que ver con el Oriente que con “nuestro” mundo; en cambio, encarna una concepción del mundo “occidental” en relación con un “oriente” que vive y se alimenta de imágenes, de metáforas, fantasías, y sobre todo de un lenguaje propio que es producto de su propia historia.

Como un panorama general, diré que, el conocimiento de Oriente se estableció a través de diferentes figuras y objetos emblemáticos. En la Edad Media y el Renacimiento la religión fue la lente por la que se vio al Oriente, cuya esencia era el Islam. Europa se veía poderosa frente su otredad y a su profeta destinados a la derrota. En su imagen se dibujaba una tierra de excesos, misteriosa y atractiva; una amenaza a la racionalidad y a los valores “normales” de aquel quien juzga.



En el siglo XVIII y sobre todo el XIX, el mundo ensanchó sus límites; fueron tiempos de expansión europea por el mundo, de colonialismo y desarrollo científico. El ideal civilizador de Inglaterra sobre sus colonias, arraigó un sentido del deber hacia los moradores de las tierras lejanas. Ellos habían de ser civilizados y aprender el pensamiento racional que los acercaría al nivel de desarrollo de las potencias europeas, aún cuando nunca pudieran llegar a ser iguales; su límite lo marcaría la genética.
Al mismo tiempo, cientos de personas hicieron de Asia un lugar de peregrinación. Escritores, artistas y muchos otros aventureros europeos fueron en una búsqueda personal. Oriente era entonces un lugar de fantasía donde se podía engañar al pecado que se quedó en casa. Fue en parte gracias a todos esos viajeros que personajes como Cleopatra y Salomé se convirtieron en figuras míticas que persisten en el inconsciente colectivo como símbolos de una feminidad extrañamente atractiva y de natural lujuria.



Ya entrado el siglo XX, el orientalismo se alimentó de la experiencia estadounidense durante su presencia y dominio del Pacífico. Sobre la base del pensamiento que ensalza una identidad occidental en detrimento de su contraparte oriental, la superioridad anglosajona sobre los moradores del pacífico no se puso en duda. Obras como la casa de té en la luna de agosto (Vern Sneider,1951) llevada a Hollywood en 1956, recrearon la relación paternalista entre los norteamericanos y los nativos de Okinawa bajo su jurisdicción. Al mismo tiempo, persistió un halo de misticismo en las mujeres asiáticas, tan distintas a las esposas que se quedaron en casa.




Tocando la idea de lo femenino, cabe destacar que el establecimiento de la línea que divide a un Occidente racional y a un Oriente salvaje y digno de dominación se extiende a otros niveles de significación. En una concepción del mundo evidentemente masculina, el Oriente tiene sexo y es mujer; una mujer a la que se ve y se trata en una forma a veces paternal, a veces recelosa, y que igual que Salomé o la Geisha, esconde bajo su velo una esencia ansiada por los hombres, lo cual le otorga un poder que la vuelve peligrosa.

Años después, el mundo posmoderno junto con el rápido desarrollo de los medios masivos de comunicación ha traído consigo el refuerzo de los estereotipos a través de los cuales se ha observado a Oriente. Esto es evidente en los medios electrónicos, que por años han recreado en imágenes y palabras un “orientalismo latente” que vive en nuestra cotidianidad. Todos vimos a Indiana Jones (Steven Spielberg, 1984) ir hasta el Templo de la Perdición en la India en busca de una pierdas místicas; años más tarde, en la cinta francesa Wasabi (Gérard Krawczyk, 2001), Jean Reno se encontró con su hija, producto de un amorío con una mujer japonesa, lo cual lo llevó a escenificar una aventura con el lejano Oriente como telón de fondo. Y así, moldes estandarizados como el harem y la geisha han funcionado como figuras semióticas que encarnan el carácter impenetrable del Oriente. Mientras tanto, los comerciales nos ofrecen productos como el té verde u otras decenas de productos naturistas que nos prometen una pequeña parte de la esencia del Oriente, más cercano a la naturaleza de la que el Occidente se ha alejado.


Al parecer, el Oriente vende y vende bien; e igual que los hermanos Whittman, miles de personas se siguen aventurando en busca de respuestas, espiritualidad, prestigio o riquezas. A final de cuentas, y sea cual sea el motivo, cuando vivimos una realidad en la que aprendemos a ver a Europa y Norteamérica como modelos ideales, la búsqueda de alternativas en Asia no parece una mala idea. Empero, sí resulta importante preguntarnos en qué lugar nos colocamos dentro de nuestra propia geografía imaginaria. ¿Nosotros somos occidentales, o tal vez alguna otra nomenclatura que no contempla el discurso orientalista? La reflexión puede traernos sorpresas. ¿En qué piensas exactamente cuando piensas en Oriente? ¿Qué lógica y valores están detrás de la creciente demanda del idioma chino hoy en día? ¿Por qué te gustan tanto “las japonesitas”? Tal vez la respuesta está en el mismo discurso orientalista, el cual cuando nacimos, ya estaba ahí. Sin embargo, aquello no lo vuelve inmune a versiones alternativas en un mundo que puede ser más plural.





Para saber mas:
Said, E. (2002). Orientalismo. Barcelona: Debate. 1997.

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